#154 Nuestro diálogo interior (I): tenis, osos polares y monstruos

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Rick Ankiel era una de las grandes promesas del baseball allá por el año 2000. En su primera temporada había eliminado a 194 bateadores y llevado a su equipo a los playoffs, lo que parecía el comienzo de una larga y exitosa carrera. 

Sin embargo, el 3 de octubre del año 2000, en el primer partido de esos mismos playoffs, sucedió algo inesperado. Su primer lanzamiento fue lo que los americanos llaman un wild pitch, un lanzamiento salvaje. Que para quienes ni entendemos ni nos interesa demasiado ese extraño deporte, podemos decir que es una anomalía. Un lanzamiento tan malo y descontrolado que sucede poco y penaliza al equipo del lanzador. 

Es una anomalía, sí, pero a veces pasa. Y, además, el de Ankiel no había sido tan malo, se había desviado un poco, pero nada fuera de lo posible. Así que se dispuso a realizar su segundo lanzamiento. Tenía confianza en sí mismo y se encontraba bien. Aquello había sido un accidente. Hasta que un pequeño, pero puñetero pensamiento se incrustó en su mente: «Tío… acabo de hacer un lanzamiento horrible en la televisión nacional».

En cualquier caso, eso no minó su confianza. «No pasa nada», se dijo. Miró al receptor mientras mascaba chicle, ladeó su cuerpo —como lo había hecho millones de veces en su vida— echó el brazo hacia atrás y arrojó la pelota, con esa fuerza explosiva que le caracterizaba… en otro lanzamiento descontrolado. La gente en el estadio empezó a abuchearle. En lo que aquella pelota tardó en volver a sus manos para que intentara un tercer lanzamiento, en su cabeza se desató lo que años después él mismo llamaría «el monstruo», su cruel crítico interior, una voz tan perversa y tan atronadora que ni los silbidos de los 52.000 aficionados que había en las gradas podían acallar. 

Ankiel tenía 21 años, pero no era un joven cualquiera. No había llegado allí sólo por su talento. Había crecido con un padre maltratador, violento y drogadicto. Desde muy pequeño había tenido una fortaleza mental increíble. Para él, el baseball era algo más que su carrera. Era un sitio sagrado, un sitio feliz, donde podía disfrutar. Y de pronto se había llenado de ansiedad. De pánico. De miedo.

Aún así, no estaba dispuesto a rendirse. Se concentró. Prestó atención a su postura, a cómo estaba distribuyendo el peso. Lo único que tenía que hacer era lo mismo que llevaba años haciendo. Llenó sus pulmones de aire. Cargó el brazo. Lo echó hacia atrás y lanzó la pelota de nuevo, igual de mal que las dos veces anteriores. Y sucedió lo mismo en la siguiente. Y aún lo haría una vez más, antes de que su entrenador lo sacara del campo, acompañado para siempre de su monstruo. 

Lo que acaba de suceder en ese estadio no era muy normal. De hecho, para encontrar la última vez que alguien había hecho cinco lanzamientos fallidos seguidos había que remontarse más de 100 años. Aún así, aquello seguramente habría pasado a la historia como un capítulo curioso, tal vez algo humillante, sino hubiese sido por lo que sucedió después. 9 días después, en el siguiente partido que jugó, a Ankiel le volvió a suceder lo mismo. Su monstruo reapareció. La temporada siguiente jugó algunos partidos, para los que recurrió al alcohol para intentar calmar sus nervios antes de lanzar. No funcionó. Vagó durante tres años por equipos menores hasta que acabó retirándose a los 25 años. «No puedo hacerlo más», le dijo a su entrenador. 

Te he hablado muchas veces, quizás demasiadas —es lo que tienen las obsesiones— de las que creo que son las conversaciones más importantes de nuestras vidas: las que tenemos con nosotros mismos. Sin ir más lejos, de eso iba el capítulo 93 de kaizen, que es uno de mis favoritos porque se lo dedicamos a un texto que me encanta: el This is Water, Esto es Agua, de David Foster Wallace —otra de esas obsesiones de las que te hablo con frecuencia. Y en el fondo, de lo que trata ese texto es de cómo funcionan esas conversaciones con nosotros mismos, de cómo tendemos a caer una y otra vez en nuestro diálogo interno, en una especie de modo automático en el que nos dejamos arrastrar por el flujo de nuestros pensamientos y que no siempre nos ayuda. Y también de cómo, aunque es difícil, podemos elegir cómo pensar. Pues bien, llevaba tiempo queriendo dedicarle un par de capítulos a estos temas y tratarlos desde una perspectiva diferente. Porque Foster Wallace se acerca a estas conversaciones desde su propia experiencia y desde esa sensibilidad tan especial que tienen algunas personas para ver y contar lo que al resto se nos escapa en las cosas más mundanas. Pero hay otras maneras de aproximarlas, y hoy vamos a hablar de ellas desde otros ángulos diferentes y, quizás, más prácticos.

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Imagen del capítulo: Foto de Chris Moore en Unsplash

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