Hubo un tiempo en que creímos saberlo todo. En 1894, Albert Michelson – uno de los grandes físicos de su época – afirmó que parecía probable que la mayor parte de los grandes principios fundamentales de la ciencia fueran ya suficientemente conocidos. Según él, los futuros avances vendrían de aplicar rigurosamente esos principios a cuanto quisiéramos estudiar. Michelson no estaba solo, muchos de sus contemporáneos pensaban igual. Todo por culpa de Newton.
Un par de siglos antes, las ecuaciones de Newton habían desvelado la maquinaria que movía el Universo, casi literalmente. Con ellas se podía describir el movimiento de todo, desde manzanas hasta planetas enteros. Como él mismo dijo: «la naturaleza es increíblemente simple […]. Sea cual sea el razonamiento que explica los grandes movimientos, debería explicar los movimientos menores». En otras palabras: el Universo no era más que una complicada máquina de relojería y ahora conocíamos sus engranajes.
Partiendo de aquella visión del Universo, a poco que uno se parara a pensar llegaba a conclusiones inquietantes. Uno que pensaba mucho era Pierre Simon Laplace, que en 1814 ató cabos: si todo lo que nos rodea se movía de manera mecánica según aquellas leyes, y si llegáramos a conocer la posición y velocidad actual de cada partícula del Universo, en teoría podríamos conocer el pasado y el futuro de todo. Si el Universo era un reloj al que le habían dado cuerda, bastaba saber la posición de las agujas ahora para conocer qué hora fue antes y cuál vendría después. Es decir, en teoría todo era predecible.
De alguna manera, ésta era la idea que había detrás de las palabras de Michelson. Durante siglos, el principal camino de la ciencia había sido el reduccionismo: descomponer los grandes problemas en cuantas partes fuera posible, para resolverlas comenzando por las más simples hasta llegar a las más complejas. Dicho de otra forma: encontrar leyes que explicaran los casos más sencillos y combinarlas hasta poder explicarlo todo. Para 1894 ya se conocían la mayoría de esas leyes y sólo nos faltaba aplicarlas. O eso creía Michelson. En las tres décadas siguientes aquella idea saltó por los aires.
Con la llegada de la relatividad y de la mecánica cuántica entendimos que el sueño de Laplace era imposible. Más aún, el siglo XX fue el principio del fin del reduccionismo. Empezamos a comprender que había problemas irreducibles e impredecibles, para los que esa aproximación no servía. El clima, como bien demostraba Gila, es uno de esos problemas. También lo son los organismos vivos y sus enfermedades; el comportamiento económico, político y cultural de las sociedades; las redes que usamos para comunicarnos o la naturaleza de la inteligencia y la posibilidad de crearla en nuestros ordenadores. Necesitamos herramientas para lidiar con la complejidad. Y el pensamiento sistémico es una de ellas.
NOTAS Y ENLACES DEL CAPÍTULO:
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